Curso Panorámico de Literatura Española

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad de la República
(Montevideo, Uruguay)

martes, 6 de julio de 2010

AVISO A LOS ESTUDIANTES

Se comunica a los estudiantes del CURSO PANORÁMICO DE LITERATURA ESPAÑOLA (FHUCE)que las calificaciones se exhiben en la cartelera del Departamento de Letras Modernas.
La prof. Eleonora Basso estará en el mismo Departamento los días miércoles 7 y jueves 8/07 de 11.30 a 14 hs. para atender consultas.

El parcial recuperatorio llevará a cabo el viernes 9/07 a las 14 hs.

martes, 29 de junio de 2010

GARCÍA LORCA HABLA DE LOS TOROS

Federico García Lorca, Alocuciones argentinas II
(fragmento)

En la mitad del verano ibérico se oye un mugido que hace llorar a los niños de pecho y atrancar las puertas de las callecitas que bajan al Guadalquivir o que bajan al Tormes. No ha salido de establo este mugido, ni de las dulces pajas del reposo, ni de la carreta, ni de los horribles mataderos provinciales, sucios de continuas hecatombes. Este mugido sale de un circo, de un viejo templo, y atraviesa el cielo seguido de una caliente pedrea de voces humanas. Este mugido de dolor ha salido de las frenéticas plazas de toros y expresa una comunión milenaria, una ofrenda oscura a la Venus tartesa del Rocío, viva antes que Roma y Jerusalén tuvieran murallas, un sacrificio a la dulce diosa madre de todas las vacas, reina de las ganaderías andaluzas, olvidada por la civilización en las en las solitarias marismas de Huelva.
En la mitad del verano ibérico se abren las plazas, es decir los altares. El hombre sacrifica al bravo toro, hijo de la dulcísima vaca, diosa del amanecer que vive en el rocío. La inmensa vaca celestial, madre continuamente desangrada, pide también el holocausto del hombre y continuamente lo tiene. Cada año caen los mejores toreros, destrozados, desgarrados por los afilados cuernos de algunos toros que cambian por un terrible momento su papel de víctimas en papel de sacrificadores. Parece como si el toro, por un instinto revelado o por secreta ley desconocida, elige el torero más heroico para llevárselo, como en las tauromaquias de Creta, a la virgen más pura y delicada.

lunes, 28 de junio de 2010

Calvin Cannon. El "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías" y la tradición elegíaca

EL “LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS” DE LORCA,
Y LA TRADICIÓN ELEGÍACA

La elegía constituye una tradición literaria antigua, sofisticada y sublime que empieza con Teócrito, Bion y Mosco, es definida por Virgilio, desarrollada y enriquecida por los grandes poetas renacentistas y espléndidamente restablecida para el siglo XIX por Shelley y Arnold. Es una tradición que, en su poder y adaptabilidad, ha sobrevivido las vicisitudes del gusto y atraído a poetas de sensibilidades muy diversas. Hasta Walt Whitman, que se preciaba de su libertad frente a las normas artísticas y de su “barbaric yawp,” se basó en la tradición elegíaca para su gran poema sobre la muerte de Lincoln. Aunque “Lilacs” es una elegía moderna y original, también está cargada de profundidad cultural. El Llanto de Lorca es un caso similar de coalescencia del pasado y el presente. Surgido del rico contexto de siglos de poesía elegíaca, habla también en un modo contemporáneo que percibimos como nuestro. En tal síntesis de lo tradicional y de lo actual encontramos la fuente de gran parte de la profundidad y grandeza del Llanto.
La deuda de la elegía de Lorca con la tradición es considerable. De los aproximadamente diecisiete procedimientos comúnmente usados desde Teócrito hasta Arnold, diez aparecen en el Llanto: anuncio de la muerte de la persona llorada, expresión de dolor y amargo resentimiento por la crueldad de la muerte, exaltación y apoteosis del muerto, elogio de su vida, datos de cómo y cuando murió, el funeral, con otros que se lamentan, utilización de flores, de estribillo, de una marco dramático, y la conclusión del poema con una nota de consolación, tranquilidad, o aun regocijo . Dos otras convenciones – el duelo de la naturaleza y la ironía del renacer del mudo natural en la primavera, mientras el muerto no puede hacerlo- aparecen en forma negativa, como veremos después. Finalmente, hay dos elementos del poema que coinciden con muchas elegías tradicionales, aunque no han sido normalmente considerados como convenciones: la aparición del ruiseñor y el uso de una estructura métrica irregular.
Procedimientos que no se encuentran en el Llanto son la formula “¿Dónde estabais, ninfas?”, la interrogación de amigos del poeta acerca del origen de su dolor, el lamento de Eco, el uso de arcaísmos, referencias a Afrodita, Urania o Clío como madre o amante del muerto y el escenario pastoril. Pero ninguna elegía ha usado todas las convenciones de su género y los que quedan fuera del Llanto no son esenciales. Son, más bien, los más superficiales y contribuyen poco al cometido del poeta elegíaco. Además, el mundo de la mitología clásica, en el que se verifican la mayor parte de las omisiones, está presente ocasionalmente en la elegía de Lorca. Existe la referencia directa al Minotauro. Están lo toros de Guisando, y Lorca debe haber sabido que se cree fueron hechos para el culto de dioses paganos, probablemente Hércules o Apolo. Existe el llanto del Amor que sugiere el llanto de “los Amores” en El Lamento por Adonis de Bion, y el llanto de Cupido en varias elegías.
Pero la presencia de muchas convenciones elegíacas en el Llanto construye solamente una parte de la relación del poema con la tradición. Las convenciones existen para propósitos que van más allá de ellas mismas, justificándose solo mientras el poeta apoye en ellas su principal tarea de reconciliación entre el deseo de inmortalidad del hombre y su conocimiento de que la muerte es inevitable. El modelo a través del cual esto se alcanza ha sido notablemente estable a lo largo de la historia del género: desde la expresión primaria del dolor moral por la muerte de un hombre en particular, el poeta llega a comprender que la muerte es algo universal; después busca consuelo en la sugerencia o afirmación de que el muerto ha logrado alguna forma de inmortalidad, de que su muerte ha sido redentora, y así es capaz de terminar su lamento en reconciliación y tranquilidad. Las preguntas más importantes sobre el Llanto como elegía ocurren en este nivel. ¿Cuál es la trayectoria emocional del poeta en su escritura y cuál es la naturaleza de su tranquilidad? Para responder estas preguntas veremos el poema en cada una de sus partes.
La primera parte, “La cogida y la muerte,” es un momento de horror, vértigo y desesperación sin alivio. Es el momento terrible en el cual la paloma es destruida en su lucha patéticamente desigual contra el leopardo, en que la blandura y delicadeza del muslo sucumbe a la dureza de los cuernos. El mundo alrededor disfruta de una complicidad siniestra en la horrible acción. El viento se lleva los algodones, privando a Ignacio de todo lo que es suave y blando. Hay una canasta de cal para absorber la sangre vertida, una sábana blanca para cubrir el cuerpo y una ambulancia para llevarlo. Hay óxido que esparce vidrio; hay campanas y humo de arsénico, yodo y gangrena. La muerte pone huevos en las quemantes heridas. Es un feo y cruel espectáculo de un héroe, cuyos últimos momentos de vida están marcados por lo medicinal, lo científico, lo metálico y lo duro, cuya sangre es absorbida por la cal y cuyo cuerpo es llevado sobre ruedas a la sala de operaciones.
Ignacio muere en un mundo moderno, caótico y pesadillesco, bastante distinto del escenario clásico y pastoril con su belleza ideal, sus ríos, sus bosques y sus flores. Pero después de un momento inicial de sorpresa ante la circunstancia moderna, creo que hasta un escritor como Milton hubiera entendido lo que Lorca quiso hacer: que en la pintura de un mundo cómplice en la muerte de Ignacio, estaba haciendo cargo al mundo por no haber prevenido esta muerte, que no debió haber ocurrido; que deplorando la victoria del toro sobre el hombre el escritor se estaba rebelando contra el poder que permitiría una victoria tan injusta; y que llorando frente a la lucha entre la paloma y el leopardo estaba acusando a una creación en que lo bueno y lo bello han sido brutalmente mutilados. Lorca se queja, como el poeta elegíaco se ha quejado siempre, de que esta muerte fue un mal, sin razón y sin propósito.
A lo largo de esta terrible circunstancia aparece el lamento exaltado de dolor, el estribillo elegíaco, “A las cinco de la tarde.” Es un lamento lleno de poder y sugestión que cumple muchas funciones a la vez. Es, como la mayoría de los estribillos elegíacos, un llamado a la procesión fúnebre. Estos estribillos eran muchas veces explícitos, como el de Teócrito: “Comenzad, dulces doncellas, comenzad la canción de los bosques”, o el de Mosco: “Comenzad, vosotras, musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre”. Pero aunque el llamado de Lorca no es tan explícito, a pocos lectores les ha resultado difícil entenderlo. Se ha percibido el estribillo como una campana funeraria, y el profesor Correa ha hablado mucho del estribillo como un “llamamiento”. Pero aquí está, creo yo, como algo más que un llamado al duelo. Es también una manera de fijar en la memoria del escritor y de nosotros el momento de la muerte de Ignacio, un intento de rescatarla del olvido. Nos hace recordar el principio de los versos de “Adonais” escritos por Shelley, en que el autor le pide a la Hora en que se murió Keats que avise a las horas del futuro que nunca olviden este momento fatídico. La característica histérica del lamento junto con su insistencia en momento puntual de la muerte, denota una lucha contra un orden que destruye a un héroe prematuramente y sin propósito. Desde Bion en adelante los escritores de la elegías han cuestionado la muerte prematura del héroe al tiempo que se han interrogado con angustia por qué tuvo que morir en ese momento. Esto, también, es parte del poder punzante del estribillo de Lorca “A las cinco de la tarde”.
Lorca, entonces, ha empezado su elegía como requiere la tradición. Ha expresado estupor, consternación y desesperación. Ha acusado al orden natural por su complicidad, su indiferencia y su injusticia. Y ha pedido a los de su entorno que participen en el duelo.
Pero existen diferencias. El lamento de Lorca es mucho más impetuoso que el de cualquier poeta elegíaco anterior. El suyo es aparentemente incontrolable, histérico y no ofrece ninguna consolación ni apaciguamiento final. Más aún, el mundo en que muere Ignacio es feo y cruel. Lorca abandona las bellas imágenes pastoriles con sus paisajes idílicos, sus árboles y sus ríos. A pesar de la culpa que atribuye a la naturaleza, del estupor y la consternación que manifiesta, el autor de elegías pastoriles tradicionalmente deja caer su canto elegíaco en un mundo lleno de cosas bellas, suavizando inevitablemente el dolor y generando esperanza de un triunfo al final. Hay pocas cosas que se podrían considerar como idílicas o bellas en la primera parte. Esto es significativo particularmente cuando reparamos en la belleza con que Lorca ha acostumbrado a rodear la muerte. Ninguno de sus héroes gitanos murieron en medio de la cal y el yodo. La negativa de Lorca a ver aquí belleza es crucial. Su primera declaración –que veremos reafirmada en el curso de la elegía- es que esta muerte debe ser enfrentada como lo que realmente es: la destrucción cruel y sin sentido del noble Ignacio, más allá de la cual no existe la inmortalidad ni el triunfo trascendente de la vida sobre la muerte.
Después de la cal y el yodo de “La cogida y la muerte,” entramos al mundo de “La sangre derramada,” muy distinto del primero. Este es el momento de exaltación elegíaca y apoteosis, en el cual Ignacio es alzado por la multitud y conducido a extensiones misteriosas y sagradas. La sangre derramada es sangre sagrada e inagotable que ningún cáliz podrá contener. Como en “Lycidas” de Milton, Ignacio “hath not left his peer” (no deja otro igual sobre la tierra). El cuerpo de Ignacio se presenta a la gente como una ofrenda sacrificial, expiatoria: “Por las gradas sube Ignacio – con toda su muerte a cuestas.” Su sangre ilumina la plaza de toros y fluye hasta las bocas sedientas de las multitudes. Las madres terribles levantan sus cabezas. Ante todo esto surge una respuesta cósmica, una ratificación cósmica de la validez expiatoria del sacrificio:

La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
Y la plaza gris del sueño
Con sauces en la barreras.

La vaca del viejo mundo
Pasada su triste lengua
Sobre un hocico de sangres
Derramadas en la arena,
Y los toros de Guisando,
Casi muerte y casi piedra,
Mugieron como dos siglos
Hartos de pisar la tierra.

Son momentos en que Ignacio parece estar igualado a Adonis, el dios sacrificial herido en la ingle por un jabalí y para el cual la muerte sirve como un rito de pasaje que lo llevará al renacimiento y a la continua fertilidad cósmica. Esta asimilación está apoyada en el sentido de que este acontecimiento es intemporal y que ha ocurrido muchas veces antes, y experimentamos un mundo de tiempo mítico y cíclico que se opone al tiempo lineal e irreversible de la primera parte. Al hacer de Ignacio un héroe sacrificial, objeto de apoteosis, y colocarlo en un orden de tiempo mítico, las multitudes lo consideran inmortal y rechazan que su muerte constituya un final.
Pero el poeta se niega ver la sangre tan codiciada por las multitudes. Su respuesta “¡Yo no quiero verla!” está en conflicto con la mayor parte de la sección. Lorca se coloca aparte y lucha para no participar en el rito primitivo. Mientras los demás sacian su sed primordial de sangre Lorca habla con una voz muy diferente. Él se niega ver la sangre; él se niega encontrar valor y significado en ello. Él parece, más bien, descubrir la fuente del heroísmo de Ignacio en su vida y en su manera de enfrentar la muerte. Ignacio, quien no se puede comparar con ningún otro príncipe de Sevilla, tiene la fuerza de un río de leones. Ignacio, quien no cerró los ojos cuando vio que los cuernos se acercaban, y cuya cabeza fue adornada con el aire estoico del romano andaluz. Encontramos dos visiones en esta segunda parte: la visión de la multitud cuyos deseos primitivos e instintivos se ven satisfechos en el drama sacrificial; y la visión del poeta que exalta a Ignacio por su nobleza en la vida y su bravura en la muerte.
La opción de las multitudes se podría comparar con la del escritor clásico de las elegías. Asociando al muerto con símbolos de renacimiento e inmortalidad, asimilándole con los dioses mortales de los cultos de fertilidad (en particular Adonis) o, en el contexto elegíaco cristiano, asido a la promesa de inmortalidad y divinización en referencia a la Crucifixión y Resurrección, el poeta elegíaco del pasado fue capaz de salvar al muerto, de alguna manera, de la muerte. Hay instancias en esta sección en que Lorca parece seguir a las multitudes en sus vías de escape, pero prevalece su valor frente a la verdad y es capaz de afirmar:

Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
Abren con dedos seguros
La flor de su calavera.

Desde la angustia turbulenta de las dos primeras partes llegamos a la tranquilidad de las últimas dos secciones. El metro alejandrino (un verso elegíaco clásico) de “Cuerpo presente” marca un cambio en tono y en postura: queda claro que estos versos se deben leer lenta y gravemente, sin los desbordes emocionales que aparecieron antes. La nobleza clásica del metro está apoyada por el epíteto (Ignacio el bien nacido), referencias mitológicas (cabeza de oscuro minotauro), figuras alegóricas escritas en mayúsculas (el Amor), y la personificación de la muerte. Este es un verso de melancólica sublimidad que empieza con ritmos lentos y constantes en la primera estrofa y sigue adelante hasta la majestuosidad de la última línea: “Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!”
Las tres primeras estrofas toman la forma de una proposición solemne que establece la verdad fundamental de la piedra: su separación de la vida (agua sin curva), su durabilidad (una espalda para llevar al tiempo), su capacidad destructora (coge simientes y nublados) y su universalidad (sin muros). La piedra, evocada en tonos proféticos, se vuelve un símbolo del carácter inevitable, final e inclusivo de la muerte. Hay algo de la piedra que sugiere que toda forma de vida tendrá que contar con ella, luchar con ella – y morir. Como los escritores de elegías anteriores, Lorca ha llegado a reconocer la muerte como inevitable y universal.
A partir de una introducción general y simbólica, Lorca va a lo particular. Ignacio yace en una losa de piedra: “Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido. . . . Ya se acabó.” El poeta que antes no podía mirar la sangre derramada ahora mira con valor la desintegración de su amigo y llama a los doloridos a hacer lo mismo. “Contemplad su figura” exige él, mientras el cuerpo “se esfuma” y se desintegra (“llenarse de agujeros sin fondo”).
En este momento Lorca es bruscamente interrumpido por un desconocido. No nos dice el autor quién habla ni qué dice exactamente pero entendemos todo lo necesario a través de la reacción del poeta. Ante la afirmación de Lorca del carácter final de la muerte, el participante desconocido quiere traer el mensaje tradicional de consuelo: que el muerto no está realmente muerto, que está vivo. En la tradición clásica hay muy pocas elegías en las que esto no ocurra. Los amigos del poeta le piden que deje su lamento porque el muerto está, de alguna manera, vivo o ha trascendido de alguna manera la muerte. Pero Lorca rechaza esta consolación: “¡No es verdad lo que dice!” Y en imperativo majestuoso él llama a aquellos que están preparados para mirar a la muerte con valor, cara a cara y con lucidez. Su actitud debe ser tan dura e inflexible como la piedra de la muerte; sus cuerpos tendrán que revelar la muerte latente en su centro; sus voces deben cantar la verdad luminosa del sol y la dureza del pedernal:

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos;
Los hombres que les suena el esqueleto y cantan
Con una boca llena de sol y pedernales.

Solo aquellos que enfrentan el carácter final de la muerte merecen participar en el lamento del poeta. Y como Lorca elige mirar la muerte de Ignacio con ojos abiertos, también exige que le quiten los velos que tapan los ojos del muerto. Ignacio también tendrá que aceptar su propia muerte: “No quiero que le tapen la cara con pañuelos – para que se acostumbre con la muerte que lleva.”
Lorca mira el cuerpo de Ignacio, y con cariño y patetismo lo despide:

Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!

“También se muere el mar!” El mar, la fuente de la vida, la vida en su eternidad indiferenciada y fondos primordiales y maternales, el mar también se muere. Esta declaración es aterradora en su certidumbre de que el fin de todo es la muerte.
La última sección, “Alma ausente,” mantiene la nobleza sublime de “Cuerpo presente.” Este es el punto de calma aceptación que recuerda los momentos conclusivos del Satán de Milton, “calm of mind, all passion spent.”(la mente en calma, consumidas todas las pasiones). Las quejas de las dos primeras partes se superan y trascienden. En las primeras cuatro estrofas, expresadas en verso clásico endecasílabo, Lorca dice la verdad en términos de simplicidad irreductible: que Ignacio ya no es conocido y que ha muerto para siempre. El toro, la higuera, los caballos, las hormigas – ninguno lo reconoce. Lorca nos dice que ni la piedra en que está acostado lo conoce: la Muerte no reconoce al muerto. La fuerza de lo que dice Lorca se reafirma más todavía cuando la comparamos con el mensaje de la elegía tradicional: que los amigos del muerto siempre se acordarán de él (y así le dan una forma de inmortalidad), y que toda la naturaleza se junta a lamentar su ausencia. Pero Lorca dice la verdad: la Naturaleza no está de duelo y el mundo ya lo ha olvidado.
En la tercera estrofa el tema se proyecta hacia el futuro:

El otoño vendrá con caracolas,
Uva de niebla y montes agrapados,
Pero nadie querrá mirar tus ojos
Porque te has muerto para siempre.

Otra vez el poema gana profundidad si lo leemos dentro de la tradición. Una de las convenciones más comunes de la elegía clásica era la referencia a la primavera, sea como un contraste irónico entre la mortalidad del hombre y la inmortalidad de la naturaleza, sea como un símbolo de renacimiento e inmortalidad del muerto. Pero Lorca ya ha indicado que la muerte es el final, que hasta el mar se muere. Así como veía el esqueleto de los fuertes y poderosos que había llamado para llorar la muerte con él, así opta por el otoño en lugar de la primavera, esa estación que trae la muerte en vez de la vida y el renacimiento. No hay primavera, solo otoño y muerte en la elegía de Lorca.
Desde el estilo elevado de las primeras tres estrofas, Lorca baja momentáneamente al nivel de lo amargo y lo grotesco, en un realismo feo y repugnante, que se intensifica aún más al ser vertido en el digno cauce del endecasílabo:

Porque te has muerto para siempre,
Como todos los muertos de la Tierra,
Como todos los muertos que se olvidan
En un montón de perros apagados.

Lorca habla francamente, usando un lenguaje directo y cotidiano. El muerto Ignacio, quien fue exaltado por las multitudes hasta lo mítico y sacro en la segunda parte, ahora está tirado con los demás muertos en un montón de perros silenciosos, muertos. En la muerte no hay dignidad, gloria ni honor. Ignacio muerto es reducido al nivel de los perros, y el olvido es el destino igualmente compartido por hombres y bestias.
A partir de esto Lorca vuelve al peso y gravedad del alejandrino en un último adiós:

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
Un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
Y recuerdo una brisa triste por los olivos.

No hay alegría, sentido de redención, ni trascendencia. Todo lo que queda del divino Ignacio es la memoria que Lorca mismo guarda de él e incluso eso parece ser reducido a “una brisa triste por los olivos.” Como en la primera parte, no hay negación de que está muerto y tampoco hay sugerencia de una victoria de la vida sobre la muerte. Pero el poema termina con una tranquilidad profunda. Seguramente el poeta se ha extenuado en el lamento, pero desde esa lamentación han surgido fuerza y belleza: la fuerza de poder enfrentar la muerte como lo hizo Ignacio y la belleza de la canción que ahora canta Lorca. El poeta afirma tres veces su hondo y personal “Yo canto. . . .” El lamento se ha convertido en una canción y una vez más experimentamos el misterio de la elegía, la trasmutación del dolor en sabiduría y belleza.
El Llanto de Lorca es una elegía moderna, que puede sintonizar con el talante del siglo XX. No agobia nuestra sensibilidad con el uso de elementos pastoriles, ni nuestra fe proponiendo rutas de escape y modos de consolación que, para nosotros, ya no están disponibles. Ni siquiera para él. Cuando Lorca escribía sobre los gitanos en el Romancero gitano o Bodas de sangre los situó en un universo sagrado y mítico, pero en el momento de escribir sobre la muerte de un amigo el primitivismo no le sirvió. Ignacio murió en nuestro mundo de relojes y de yodo para el cual la muerte no es otra cosa que el final. Muchos de nuestros contemporáneos han observado esta verdad y han mirado a la vida como algo feo y sin valor. Ellos no escribirían buenas elegías. Pero la gracia que ilumina el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías es la persuasión del poeta de que la calidad de vida de Ignacio y su valor frente a la muerte, eran un núcleo suficiente de valor y de nobleza.

Calvin Cannon
Hispanic Review, XXX (1963)

domingo, 27 de junio de 2010

Elementos estructurantes de "Verte y no verte"

Elementos estructurantes de “Verte y no verte”, de Rafael Alberti

La estructura del poema se caracteriza por la variedad de metros y los cambios de perspectiva o voz lírica. Presenta cuatro partes, y cada una de ellas tiene similar estructura:
Un soneto (“El toro de la muerte”, que puede leerse como variación y modulación creciente de un mismo motivo)
Una seguidilla (composición de tipo popular, de carácter festivo, que consta de cuatro o siete versos heptasílabos y pentasílabos, con rima consonante que acentúa el carácter de canción)
Un poema en verso libre
Esta estructura se repite cuatro veces, a lo que se suma un poema final como conclusión: “Dos arenas”.
Las partes en verso libre se caracterizan por la variación de voces, hasta llegar, gradualmente hasta el final, a la emoción del yo lírico en relación al amigo. a su vez, las seguidillas también se van dramatizando gradualmente.
En definitiva, todo el poema recrea pesadillescamente el enfrentamiento con el toro como cumplimiento de un destino.
La hipérbole propia de la elegía consiste, en este caso, en ordenar el cosmos en torno a la figura del torero muerto.
María Rosa Lida afirma que la convención retórica exige tres partes al poema fúnebre:
1) consideraciones sobre la muerte
2) lamento de los sobrevivientes
3) alabanza del difunto
Ahora bien, la predestinación de ese toro al crimen, tan obsesivamente presentado en los sonetos titulados “El toro de la muerte”: ¿puede entenderse como “consideraciones generales en torno a la muerte? ¿Hay realmente una queja existencial sobre la fragilidad de la existencia humana? ¿O todo el poema ya se centra en la tragedia de ignacio matado por el toro? puede serlo, en tanto Ignacio represente al hombre en general y el toro a la muerte. Así, el toro primigenio, amenazante desde antes de nacer, sería símbolo del mal eterno, de la destrucción, la muerte, la propia circunstancia imprevista del morir, que es común a todos.
El toro representa la fiereza, el poder imbatible, irracional, destructivo… con una carga agregada de intencionalidad en ese mal. En eso coincide con un tópico de la elegía tradicional: el hecho de que la muerte busca a sus víctimas, se ensaña con ellas, representa una voluntad de destrucción premeditada y responsable.
El poema aprovecha, además, una imagen muy antigua, que asocia el viaje por mar a la muerte -el mar “que es el morir”, como dice Manrique-, en su remate final: mientras el yo lírico navega literalmente, ajeno a la tragedia, el torero ya navega metafóricamente por los mares de la muerte.
Esta lejanía física y estos tiempos desencontrados explican el título del poema, que se repite (se explica) en la seguidilla. Como no se acompañó la circunstancia de la muerte, su imagen vuelve más obsesivamente, una y otra vez. Y el título asume un sentido más completo al final, cuando el yo lírico “recupera” la visión de Ignacio en México, en una plaza de toros.
La primera pieza en verso libre presenta una escena marina, metafórica, sugerente por sus asociaciones libres, apenas un posible paisaje desolado de tormenta: la naturaleza desatada, la destrucción, la fuerza del poder sobre lo pequeño y frágil.
Es una típica composición de la poesía del siglo XX, por su forma métrica en verso libre, por la acumulación de imágenes de no sencilla dilucidación, aunque en el contexto del poema pocas imágenes resulten absolutamente oscuras, puesto que las más irracionales o aparentemente arbitrarias, se cargan de significado gracias al contexto en que aparecen. Este tipo de poesía recurre a la sugerencia como forma de expresión, y necesita la intuición como forma de interpretación.

Bibliografía específica
Camacho Guizado. La elegía funeral en la poesía española. Madrid: Gredos. 1969
Mayoral, Marina. Poesía Española contemporánea. Análisis de tex­tos, ed. Gredos, col. Manuales Universitarios, Madrid, 1973. Análisis de textos (Poesía y prosa españolas , 2ª ed. ampliada, 1977)