domingo, 21 de marzo de 2010
El tema de la personalidad en la obra narrativa de Miguel de Unamuno. Un estado de la cuestión
El tema de la personalidad en la obra
narrativa de Miguel de Unamuno.
Un estado de la cuestión
(Fragmentos)
Quizá haya sido el existencialismo la corriente de pensamiento que con más
honda raigambre se haya asentado en el siglo xx . Una filolosofía centrada
casi exclusivamente en el hombre y su problemática debería tener,
perentoriamente, una incidencia poderosa tanto en el arte como en la vida
cotidiana. La literatura se elaboraba como un medio de propagación de ideas
tan válido como anteriormente lo había sido el tratado, ceñido a una
metodología pretendidamente científica. Esto revertió en que este ideario
se canalizara tanto a través de enjundiosos estudios como en conversaciones
de café. En cualquier campo –sea la rigurosa crítica universitaria, sea la in-
formal charla entre amigos con inquietudes intelectuales compartidas–, se
mencionaba nombres como los de Camus, Sartre, Heidegger, Jaspers, etc.
Algunos atribuían el patronazgo de esta filolosofía a Kierkegaard; otros, algo
más avezados e instruidos, otorgaban la paternidad del movimiento a Pas-
cal. Sea como fuere, el nombre de Miguel de Unamuno quedaba totalmente
postergado o, en el mejor de los casos, relegado como una figura de segundo
orden. Hoy en día, esta opinión ha tomado un viraje considerable.
Traducido a multitud de lenguas, la bibliografía que han provocado su vida
y su obra es ingente.
Inserto, por derecho propio, en el existencialismo, Unamuno invirtió buena
parte de su producción en sondear el problema de la personalidad. Las
ramificaciones a las que le condujo esta cuestión son de muy distinta naturaleza.
Por eso, es necesario conocer, previamente, algunos antecedentes ideológicos
para exponer, seguidamente, las líneas maestras de su reflexión con el fin de
demostrar, después, cómo éstas se registran en un género que él mismo
inauguró para contar con un medio de expresión que le fuera distinto: la
nivola.
Precedentes a una crisis de conciencia
La obra de Miguel de Unamuno entraña, en su globalidad, la crisis del
hombre contemporáneo. Adscrito a esa corriente de pensadores y artistas que
sintieron la imposibilidad de resolver el problema de la existencia humana
por medio de los dictámenes del pensamiento racionalista, Unamuno se alza
en armas contra el optimismo romántico que auspició la elaboración de una
doctrina –la de Friedrich Hegel– que prometía al hombre su ansiada
trascendencia.
Ya en su época de gestación –y, posteriormente, en su plenitud–, el
idealismo hegeliano halló poderosos detractores: las agudas revisiones de
Kierkegaard, el nihilismo pesimista de Schopenhauer, el vitalismo enardecido
de Nietzsche o el cientifismo positivista de Compte, además del materialismo
histórico de Marx, son, sin duda, –bien por adhesión, bien por rechazo–,
precedentes a lo que en el siglo xx habría de llamarse la crisis del sujeto.
…………………………
La crisis del sujeto en la obra narrativa de Miguel de Unamuno
El individuo en su busca de identidad: la nivola
A excepción de su primera obra narrativa, Paz en la guerra, Unamuno
renunció a novelar de acuerdo con los principios miméticos de fidelidad y
verosimilitud del Realismo decimonónico. Todos sus relatos posteriores
serían considerados nivolas. Pero, ¿qué es una nivola?
En el prólogo-epílogo a la segunda edición de la primera de las obras
estimadas como tales, Amor y pedagogía,
el propio autor aporta una definición: «Relatos dramáticos,
acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en
que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad.».
Con estas palabras exponía toda una declaración de intenciones en lo relativo
a lo que habría de ser, para él, el género: un método de exploración
antropológica en que lo circunstancial quedaría reducido al mínimo, cuando
no completamente solapado. Por tanto, se trata de obras que no dan cabida
a ninguna impresión sensible, en que las intervenciones dialógicas de los
personajes, la parte sustancial del discurso, tampoco contribuyen a crear una
atmósfera. En definitiva, es éste uno de los primeros intentos de construir
una novela experimental donde todo lo cortical ha quedado esquilmado y
donde unos seres reducidos a arquetipos psicológicos litigan, en un debate
íntimo con los otros y consigo mismos. Tan sólo las pasiones de unas figuras
de las que se nos omiten casi todas las referencias anatómicas y fisiológicas
vertebrarían la estructura y harían progresar la acción.
José Luis Abellán ha llamado la atención sobre el hecho de que las nivolas
son creaciones ficcionales que ejemplifican las conclusiones filosóficas a que
había llegado su autor en su etapa de madurez intelectual, recogidas en su
ensayo de 1912 Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos.
Francisco Ayala ha ampliado la extensión de esta idea afirmando que es en
la narrativa donde encontramos al Unamuno más hondo y reflexivo. Apoya
su aserto añadiendo que la hibridación de este género, la falta de demarcaciones
que lo definieran con unos caracteres exclusivos y excluyentes lo dotaban con
la aptitud que el escritor vasco reclamaba por ser la ausencia de planificación
no ya una veta distintiva de su modo de escribir, sino la idea central de todo
su pensamiento. En efecto, eran la dispersión, el caos y el absurdo lo que
Unamuno pretendía comunicar, y la nivola se había convertido en su acomodo
Perfecto. Por eso, culmina Ayala asegurando que, para Unamuno, la
novela –o la nivola - y el mundo eran una misma cosa. En consonancia con
esto, José Ferrater sostiene que la nivola es la consumación de un intento
por demostrar que no existen delimitaciones diáfanas entre el campo de la
ficción y el de la realidad. Ciertamente, en este tipo de piezas veremos
resquebrajarse el antiguo sistema jerárquico que relaciona a Dios con los
hombres, y a éstos, con sus creaciones. El esquema deductivo de la existencia
situaba a Dios como creador, rector y fuerza motriz del hombre, y éste,
facultado también por la creación, sería responsable de los elementos que
brotan de una actividad física y/o mental. Por añadidura, se aceptaba que
cada elemento de la gradación se supeditaba a aquél que ocupara un rango
inmediatamente superior en una vinculación no sólo de sometimiento, sino
también de conclusión. De esta forma, las creaciones humanas estarían
subordinadas al hombre, y el hombre, junto con sus creaciones, estaría
subordinado a Dios, que lo gobierna y domina todo. Unamuno reproduce
esta síntesis hablando no de creación, sino de ensoñación. Así, Dios sueña
–es decir, elabora con su fantasía– otras criaturas. Podría pensarse que
Unamuno expone estos argumentos para suscribir la metafísica racionalista
habiéndole dado él, únicamente, ciertos tintes calderonianos. Por contra, lo
que pretende es impugnar este modelo y lo hace de la siguiente forma: si
Dios, los hombres y las fantasías suscitadas en la imaginación de éstos
coinciden con su capacidad para soñar, no hay por qué mantener la jerarquía;
sino que el hombre puede muy bien soñar a Dios, y los entes ficticios pueden,
igualmente bien, soñar al escritor. Toda vez que ha quedado subvertida la
pirámide de la existencia, la ficción y la realidad aparecen íntimamente unidas.
……………….
La relativización de la personalidad:
Tres novelas ejemplares y un prólogo
Francisco Ynduráin ha sondeado los veneros en los que Unamuno pudo
encontrar confkuencias para sus estimaciones acerca de la relativización de la
identidad individual. El influjo de Oliver Wendell Holmes parece incontes-
table puesto que es el propio Unamuno el que lo cita en el Prólogo a sus
Tres novelas ejemplares.
Los únicos tres libros de Holmes que se encuentran
en la biblioteca de nuestro autor son
The Autocrat of the Breakfast Table,
The Professor at the Breakfast Table
y The Poet at the Breakfast Table,
de cuya lectura, relectura y frecuentes consultas dan muestra las copiosas
anotaciones que se pueden leer en los márgenes y en los índices.
La primera vez que el escritor bilbaíno alude a Holmes en una publicación
es en 1902, con motivo de la redacción de un artículo que tituló «El
individualismo español», donde señala lo siguiente:
El humorista americano Wendell Holmes habla en una de sus obras de los
tres Juanes: de Juan tal cual él se cree ser, de Juan tal cual le creen los demás
y de Juan tal cual es en la realidad. Y como para cada individuo, hay, para
cada pueblo, sus tres Juanes. Hay el pueblo español tal y como nosotros, los
españoles, creemos que es, hay el pueblo español tal como le creen los
extranjeros y hay el pueblo español tal y como es.
Pocos años después, en 1906, vuelve a aludir a Holmes:
Antes de ahora he tenido ocasión de citar aquella ingeniosísima ocurrencia
del humorista yanqui Wendell Holmes respecto a los tres Juanes... Y sobre
las mutuas acciones y reacciones de esos tres Juanes, cabe muy sutil indaga-
ción. Somos, en efecto, de un modo; creemos ser de otro y los demás nos
creen de otro.
No obstante, ya no acepta sin matizar, el pensamiento del norteamericano;
sino que empieza a ahormar la ocurrencia a su propia reflexión, y, así, afirma:
Juan, tal cual es, el Juan primitivo y radical, podrá vivir preso de Juan tal cual
él se cree; pero vive mucho más preso del Juan que los demás han forjado.
Con estas apostillas, está progresando hacia la exposición definitiva del
problema que ocupará lugar prominente en
Tres novelas ejemplares y un prólogo,
en que vuelve a insistir con Holmes de la siguiente manera:
Aquí tengo que referirme, una vez más, a aquella ingeniosísima teoría de
Oliver Wendell Holmes –en su Autocrat of the Breakfast Table, sobre los
tres Juanes y los tres Tomases. Y es que, cuando conversan dos, Juan y
Tomás, hay seis en conversación, que son:
El Juan Real; conocido sólo por su Hacedor.
El Juan ideal de Juan; nunca el real y a menudo otro Juan... muy desemejan-
te de él.
El Juan ideal de Tomás; nunca el Juan real ni el Juan de Juan, sino a menu-
do muy desemejante de ambos.
El Tomás real.
El Tomás ideal de Tomás.
El Tomás ideal de Juan.
Esta es, en efecto, la exposición que hace Holmes del tema; pero, habida
cuenta de la puntualización hecha ya en 1906, Unamuno, a fuerza de ser
coherente consigo mismo, añade dos nuevos contertulios: el que Juan quisiera
ser y el que Tomás quisiera ser. Esta nueva dimensión del querer ser
anula la del ser real
puesto que éste depende de su creador, o sea, de Dios, de cuya
existencia no tenemos ni tendremos noticia cierta –he aquí la revisión de
Unamuno fruto de la muerte de Dios.
Sin embargo, aunque es en la obra que comentamos donde la teoría
unamuniana de la relativización de la personalidad alcanza su configuración
definitiva, ya en Paz en la guerra hay algunas muestras que denotan su
temprana preocupación por el asunto. A finales del capítulo IV, leemos que
don Joaquín y su sobrino vivían «impenetrables el uno al otro, diferentísimos
cada uno de ellos de cómo el otro se lo representaba, más unidos por nexo
de infinitos hábitos, por la sutil trama de una larga convivencia».
Añadamos un testimonio más. En 1905, declaraba en un artículo aparecido
en el Heraldo de Madrid:
Quiero ser una cosa u otra ya que abrigo la profundísima convicción de que
ser no es más sino querer ser.
Esta convicción será transferida por Unamuno a sus personajes de
Tres novelas ejemplares y un prólogo,
donde los caracteriza como «agonistas, es decir,
luchadores –o si queréis los llamaremos personajes, son seres reales, realísimos,
y con la realidad más íntima, con la que se dan ellos mismos en puro querer
ser o en puro no querer ser».
El asunto sobre el que gira la primera de las novelas,
Dos madres, remite a dos motivos bíblicos:
el primero es la envidia que suscita en la mujer de Jacob,
Raquel –que es estéril–, la fertilidad de su hermana; el segundo es el pasaje
en que dos supuestas madres reclaman, ante Salomón, a un hijo que las dos
consideran legítimo y propio. El argumento se despliega en las siguientes
líneas: Raquel, viuda estéril, con una apetencia desmedida de maternidad,
obliga a su amante, don Juan, a que conquiste a la joven Berta Lapeira a fin
de que quede embarazada. Cuando la muchacha da a luz, Raquel va,
paulatinamente, usurpando su parcela de madre hasta que, finalmente, le
arrebata la custodia de la criatura. Juan es abandonado por Raquel, y,
sintiéndose desesperado, se precipita por un desfiladero. Raquel, heredera
universal de la fortuna de Juan, consigue dominar la fortuna de Berta, que
accede a entregar a su hijo para no despertar las críticas de su entorno.
En El marqués de Lumbría,
la dualidad se entabla entre dos hermanas de
distinta condición anímica: Carolina, mujer introspectiva y afecta a los
espacios enclaustrados, contrasta con su hermana Luisa, a quien le atraen la
luz y los horizontes abiertos. Entre las dos se disputan el cariño de Tristán
Ibáñez de Gamonal, que se instala en el palacio en que moran las dos hermanas
como prometido de Luisa. Sin embargo, Tristán es seducido por Carolina.
La relación matrimonial entre Luisa y Tristán se enrarece, y, entre los tres
miembros del triángulo se impone la incomunicación, que no se palía con el
nacimiento de un hijo. La muerte del marqués y de Luisa precipita la boda
de Tristán y Carolina, que obliga a su marido a reconocer al hijo nacido de
la antigua y clandestina relación entre los cónyuges. Los dos niños se repelen
de tal forma que su convivencia se hace insoportable. Carolina rechaza al
sobrino –al que tilda de Caín– y le hace ingresar en un internado. Acto
seguido, emprende las añagazas que le permitan transmitir la herencia del
marqués a su hijo. El sentimiento del honor calderoniano y el empuje cainita
son los dos substratos ideológicos que articulan la novela.
En Nada menos que todo un hombre,
también la honra es un elemento que
subyace a la evolución de la fábula. Julia ha trabado relaciones con un amante
para alimentar los celos de su marido, Alejandro Gómez, que no cree posible
que su esposa incurra en una falta de infidelidad. No obstante, al comprobar
lo que ocurre, se solivianta y amenaza de muerte a su cónyuge y al burlador.
Con esto, podemos pasar a escrutar el fondo temático de las novelas. Una
visión panorámica con#rma que, en estos cuatro opúsculos, se compendian
–en unos casos recapituladas; en otros, en estado germinal– las observaciones
más íntimas de Unamuno.
El primero de los ejes motrices es el problema de la identidad personal,
presente a lo largo de las tres piezas de acuerdo con el esquema contenido en
el «Prólogo» y acendrado tras las citadas acotaciones a Holmes. En los
personajes en que más claramente se concreta esta idea son Raquel y Caroli-
na, cuya intrahistoria
viene de#nida por la ambición de maternidad.
El tema de la identidad está enraizado con el de la voluntad. El afán de
dominio, la confianza en una potencia que permite sortear los desafíos y las
dificultades, además de la autoconfianza y la perseverancia están encarnados
en Alejandro Gómez.
Igualmente connatural a la personalidad y a la voluntad, es el deseo de
pervivencia. Cualquiera de los personajes puede servir de ejemplo; pero es,
quizás, Raquel la que mejor refiere sus cuitas al ver amenazada su
intrahistoria a causa de su esterilidad.
Vinculada al hambre de permanencia, está la constante de la muerte. El
cercén de la existencia es, en todo momento, el último paso de una realidad
absurda e inmotivada. Se aprecia, con especial transparencia, en el suicidio
de don Juan, que se arroja al vacío una vez que advierte que se encuentra
desposeído de una motivación y de una misión a la que entregarse.
Por último, se toca el tema de la envidia, la amenaza del ajeno que puede
acaparar lo que se considera propio. En estos casos, las tribulaciones sólo
pueden descaecer con la anulación del otro.
Carolina es el arquetipo de mujer dominada por esta pasión.
En resumen, con Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), el autor ofrecía
a sus lectores un inventario de las preocupaciones que borbotaban en su
cerebro. Algunas de estas preocupaciones habían quedado fijadas en las páginas
de ciertas nivolas –por ejemplo, en Niebla (1914), donde había trazado las
coordenadas de una existencia transida por el absurdo, o, en Abel Sánchez
(1917), en la que la envidia se erigía en protagonista con correlatos bíblicos.
Otros objetos de re$exión, como el intento de resolución del misterio de la
maternidad virginal –en La tía Tula (1921)– o la muerte de Dios, punto de
arranque de todo su pensamiento – en San Manuel bueno, mártir (1930-,
tardarían algunos años en tomar cuerpo.
En 1912, aparece
Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los
pueblos.
Este hecho ha sido destacado, proverbialmente, por la crítica como
la génesis de la madurez vital e intelectual de Unamuno. Toda su obra pos-
terior secundaría las ideas contenidas en este libro capital. Sin embargo, la
frialdad del ensayo le obligaba a expresarse de un modo genérico, por lo que
su doctrina debía completarse con la ejemplificación de casos particulares y
singularizado. Por esta exigencia de su talante creador, acomete la composición
de obras de teatro, libros de poemas y –sin abandonar el ensayo– relatos.
Siguiendo cualquiera de estas vías, nos podemos aproximar a lo que fue
Unamuno como filósofo y como artista; pero posiblemente sea la
Nivola el mejor camino para penetrar en su conocimiento. Esa es la opción
que he mos elegido pensando que el intervalo que parte de Niebla
y culmina con San Manuel Bueno, mártir encierra los conceptos esenciales de su universo
vital e intelectual: el enigma de la personalidad, y, dentro de él, los males
que acechan al individuo: la soledad, la incomunicación, la duda y la muerte.
Miguel de Unamuno Tres novelas ejemplares y un prólogo
Miguel de Unamuno Tres novelas ejemplares y un prólogo
¡TRES NOVELAS EJEMPLARES Y UN PROLOGO! Lo mismo pude haber puesto en la portada de este libro Cuatro novelas ejemplares. ¿Cuatro? ¿Por qué? Porque este prólogo es también una novela. Una novela, entendámonos, y no una nivola; una novela.
Eso de nivola, como bauticé a mi novela--tan novela!-- Niebla, y en ella misma, página 158, lo explico, fué una salida que encontré para mis...--¿críticos? Bueno; pase--críticos. Y lo han sabido aprovechar porque ello favorecía su pereza mental. La pereza mental, el no saber juzgar sino conforme a precedentes, es lo más propio de los que se consagran a críticos.
Hemos de volver aquí en este prólogo novela o nívola más de una vez sobre la nivolería. Y digo hemos de volver así en episcopal primera persona del plural, porque hemos de ser tú, lector, y yo, es decir, nosotros, los que volvamos sobre ellos. Ahora, pues, a, lo de ejemplares.
¿Ejemplares? ¿Por qué?
Miguel de Cervantes llamó ejemplares a las novelas que publicó después de su Quijote porque, según en el prólogo a ellas nos dice, "no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso". Y luego añade: "Mi intento ha sido poner en la gloria de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño de barras, digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan." Y en seguida: "Sí; que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios por calificados que sean; horas hay de recreación donde el afligido espíritu descanse; para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestiones y se cultivan con curiosidad los jardines." Y agrega: "Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección de estas novelas pudiera inducir a quien las leyere a algun mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público; mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano."
De lo que se colige: primero, que Cervantes más buscó la ejemplaridad que hoy llamaríamos estética que no la moral en sus novelas, buscando dar con ellas horas de recreación donde el afligido espíritu descanse, y segundo, que lo de llamarlas ejemplares fué ocurrencia posterior a haberlas escrito. Lo que es mi caso.
Este prólogo es posterior a las novelas a que precede y prologa como una gramática es posterior a la lengua que trata de regular y una doctrina moral posterior a los actos de virtud o de vicio que con ella tratan de explicarse. Y este prólogo es, en cierto modo, otra novela; la novela de mis novelas. Y a la vez la explicación de mi novelería. O si se quiere, nivolería.
Y llamo ejemplares a estas novelas porque las doy como ejemplo--así, como suena--, ejemplo de vida y de realidad.
¡De realidad! ¡De realidad, sí!
Sus agonistas, es decir, luchadores-- o si queréis los llamaremos personajes--, son reales, realísimos y con la realidad más intima, con la que se dan ellos mismos, en puro querer ser o en puro querer no ser, y no con la que la den los lectores.
Nada hay más ambiguo que eso que se llama realismo en el arte literario. Porque, ¿qué realidad es la de ese realismo?
Verdad es que el llamado realismo, cosa puramente externa, aparencial, cortical y anecdótica, se refiere al arte literario y no al poético o creativo. En un poema--y las mejores novelas son poemas--, en una creación, la realidad no es la del que llaman los críticos realismo. En una creación la realidad es una realidad íntima, creativa y de voluntad. Un poeta no saca sus criaturas--criaturas vivas--por los modos del llamado realismo. Las figuras de los realistas suelen ser maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en el pecho un fonógrafo que repite las frases que su Maese Pedro recogió por calles y plazuelas y cafés y apuntó en su cartera.
¿Cuál es la realidad íntima, la realidad real, la realidad eterna, la realidad poética o creativa de un hombre? Sea hombre de carne y hueso o sea de los que llamamos ficción, que es igual. Porque Don Quijote es tan real como Cervantes; Hamlet o Macbeth tanto como Shakespeare, y mi Augusto Pérez tenía acaso sus razones al decirme, como me dijo --véase mi novela (¡y tan novela!) Niebla, páginas 280 a 281-- que tal vez no fuese yo sino un pretexto para que su historia y las de otros, incluso la mía misma, lleguen al mundo.
¿Qué es lo más intimo, lo más creativo, lo más real de un hombre?
Aquí tengo que referirme, una vez más, a aquella ingeniosísima teoría de Oliver Wendell Holmes --en su The autocrat of the breakfast table, III-- sobre los tres Juanes y los tres Tomases. Y es que nos dice que cuando conversan dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación, que son:
1. El Juan real; conocido sólo para su | |
Hacedor. | |
2. El Juan ideal de Juan; nunca el | |
real, y a menudo muy desemejante de él. | |
Tres Juanes | 3. El Juan ideal de Tomás; nunca el |
Juan real ni el Juan de Juan, sino | |
a menudo muy desemejante de ambos. | |
1. El Tomás real. | |
Tres Tomases | 2. El Tomás ideal de Tcmás. |
3. El Tomás ideal de Juan. |
Es decir, el que uno es, el que se cree ser y el que le cree otro. Y Oliver Wendell Holmes pasa a disertar sobre el valor de cada uno de ellos.
Pero yo tengo que tomarlo por otro camino que el intelectualista yanqui Wendell Holmes. Y digo que, además del que uno es para Dios--si para Dios es uno alguien--y del que es para los otros y del que se cree ser, hay el que quisiera ser. Y que éste, el que uno quiere ser, es en él, en su seno, el creador, es el real de verdad. Y por el que hayamos querido ser, no por el que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios le premiará o castigará a uno a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser.
Ahora que hay quien quiere ser y quien quiere no ser, y lo mismo en hombres reales encarnados en carne y hueso qué en hombres reales encarnados en ficción novelesca o nivolesca. Hay héroes del querer no ser, de la noluntad.
Mas antes de pasar más adelante cúmpleme explicar que no es lo mismo querer no ser que no querer ser.
Hay, en efecto, cuatro posiciones, que son dos positivas a) querer ser; b) querer no ser; y dos negativas: c) no querer ser; d) no querer no ser. Como se puede: creer que hay Dios, creer que no hay Dios, no creer que hay Dios, y no creer que no hay Dios. Y ni creer que no hay Dios es lo mismo que no creer que hay Dios, querer no ser es no querer ser. De uno que no quiere ser difícilmente se saca una criatura poética, de novela; pero de uno que quiere no ser, sí. Y el que quiere no ser, no es, ¡claro!, un suicida.
El que quiere no ser lo quiere siendo.
¿Qué? ¿Os parece un lío? Pues si esto os parece un lío y no sois capaces, no ya sólo de comprenderlo, más de sentirlo y de sentirlo apasionada y trágicamente, no llegaréis nunca a crear criaturas reales y, por tanto, no llegaréis a gozar de ninguna novela, ni de la de vuestra vida. Porque sabido es que el que goza de una obra de arte es porque la crea en si, la re-crea y se recrea con ella. Y por eso Cervantes en el prólogo a sus Novelas ejemplares hablaba de "horas de recreación". Y yo me he recreado con su Licenciado Vidriera, recreándolo en mí al re-crearme. Y el Licenciado Vidriera era yo mismo.
Quedamos, pues --digo, me parece que hemos quedado en ello...--, en que el hombre más real, realis, más res, más cosa, es decir, más causa-- sólo existe lo que obra--, es el que quiere ser o el que quiere no ser, el creador. Sólo que este hombre que podríamos llamar, al modo kantiano, numénico, este hombre volitivo e ideal--de idea-voluntad o fuerza--tiene que vivir en un mundo fenoménico, aparencial, racional, en el mundo de los llamados realistas. Y tiene que soñar la vida que es sueño. Y de aquí, del choque de esos hombres reales, unos con otros, surgen la tragedia y la comedia y la novela y la nívola. Pero la realidad es la íntima. La realidad no la constituyen las bambalinas, ni las decoraciones, ni el traje, ni el paisaje, ni el mobiliario, ni las acotaciones, ni...
Comparad a Segismundo con Don Quijote, dos soñadores de la vida. La realidad en la vida de Don Quijote no fueron los molinos de viento, sino los gigantes. Los molinos eran fenoménicos, aparenciales; los gigantes eran numénicos, substanciales. El sueño es el que es vida, realidad, creación. La fe misma no es, según San Pablo, sino la substancia de las cosas que se esperan, y lo que se espera es sueño. Y la fe es la fuente de la realidad, porque es la vida.
Creer es crear.
¿0 es que la Odisea, esa epopeya que es una novela, y una novela real, muy real, no es menos real cuando nos cuenta prodigios de ensueño que un realista excluiría de su arte?
Sí, ya sé la canción de los críticos que se han agarrado a lo de la nivola; novelas de tesis, filosóficas, símbolos, conceptos personificados, ensayos en forma dialogada... y lo demás.
Pues bien; un hombre, y un hombre real, que quiere ser o que quiera no ser, es un símbolo, y un simbolo puede hacerse hombre. Y hasta un concepto. Un concepto puede llegar a hacerse persona. Yo creo que la rama de una hipérbola quiere--¡así, quiere!--llegar a tocar a su asíntota y no lo logra, y que el geómetra que sintiera ese querer desesperado de la unión de la hipérbola con su asíntota nos crearía a esa hipérbola como a una persona, y persona trágica. Y creo que la elipse quiere tener dos focos. Y creo en la tragedia o en la novela del binomio de Newton. Lo que no sé es si Newton la sintió.
¡A cualquier cosa llaman puros conceptos o entes de ficción los críticos!
Te aseguro, lector, que si Gustavo Flaubert sintió, como dicen, señales de envenenamiento cuando estaba escribiendo, es decir, creando, el de Ema Bovary, en aquella novela que pasa por ejemplar de novelas, y de novelas realistas, cuando mi Augusto Pérez gemía delante de mí --dentro de mí más bien--: «Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...» --Niebla, página 287--sentía yo morirme.
"¡Es que Augusto Pérez eres tú mismo!..." --se me dira--. !Pero no! Una cosa es que todos mis personajes novelescos, que todos los agonistas que he creado los haya sacado de mi alma, de mi realidad íntima --que es todo un pueblo--, y otra cosa es que sean yo mismo. Porque, ¿quién soy yo mismo? ¿Quién es el que se firma Miguel de Unamuno? Pues... uno de mis personajes, una de mis criaturas, uno de mis agonistas. Y ese yo último e íntimo y supremo, ese yo trascendente --o inmanente--, ¿quién es? Dios lo sabe... Acaso Dios mismo...
Y ahora os digo que esos personajes crepsculares --no de mediodía ni de medianoche-- que ni quieren ser ni quieren no ser, sino que se dejan llevar y traer, que todos esos personajes de que están llenas nuestras novelas contemporáneas españolas no son, con todos los pelos y señales que les distinguen, con sus muletillas y sus tics y sus gestos, no son en su mayoría personas, y que no tienen realidad íntima. No hay un momento en que se vacíen, en que desnuden su alma.
A un hombre de verdad se le descubre, se le crea, en un momento, en una frase, en un grito. Tal en Shakespeare. Y luego que le hayáis así descubierto, creado, lo conocéis mejor que él se conoce a sí mismo acaso.
Si quieres crear, lector, por el arte, personas, agonistas trágicos, cómicos o novelescos, no acumules detalles, no te dediques a observar exterioridades de los que contigo conviven, sino trátalos, excítalos si puedes, quiérelos sobre todo y espera a que un día--acaso nunca--saquen a luz y desnuda el alma de su alma, el que quieren ser, en un grito, en un acto, en una frase, y entonces toma ese momento, mételo en ti y deja que como un germen se te desarrolle en el personaje de verdad, en el que es de veras real. Acaso tú llegues a saber mejor que tu amigo Juan o que tu amigo Tomás quién es el que quiere ser Juan o el que quiere ser Tomás o quién es el que cada uno de ellos quiere no ser.
Balzac no era un hombre que hacía vida de mundo ni se pasaba el tiempo tomando notas de lo que veía en los demás o de lo que les oía. Llevaba el mundo dentro de sí.
Y es que todo hombre humano lleva dentro de sí las siete virtudes y sus siete opuestos vicios capitales: es orgulloso y humilde, glotón y sobrio, rijoso y casto, envidioso y caritativo, avaro y liberal, perezoso y diligente, iracundo y sufrido. Y saca de sí mismo lo mismo al tirano que al esclavo, al criminal que al santo, a Caín que a Abel.
No digo que Don Quijote y Sancho brotaron de la misma fuente porque no se oponen entre sí, y Don Quijote era Sancho pancesco y Sancho Panza era quijotesco, como creo haber probado en mi Vida de Don Quijote y Sancho. Aunque no falte acaso quien me salte diciendo que el Don Quijote y el Sancho de esa mi obra no son los de Cervantes. Lo cual es muy cierto. Porque ni Don Quijote ni Sancho son de Cervantes ni míos, sino que son de todos los que los crean y re-crean. O mejor, son de sí mismos, y nosotros, cuando los contemplamos y creamos, somos de ellos.
Y yo no sé si mi Don Quijote es otro que el de Cervantes o si, siendo el mismo, he descubierto en su alma honduras que el primero que nos le descubrió, que fué Cervantes, no las descubrió. Porque estoy seguro, entre otras cosas, de que Cervantes no apreció todo lo que en el sueño de la vida del Caballero significó aquel amor vergonzoso y callado que sintió por Aldonza Lorenzo. Ni Cervantes caló todo el quijotismo de Sancho Panza.
Resumiendo: todo hombre humano lleva dentro de si las siete virtudes capitales y sus siete vicios opuestos, y con ellos es capaz de crear agonistas de todas clases.
Los pobres sujetos que temen la tragedia, esas sombras de hombres que leen para no enterarse o para matar el tiempo--tendrán que matar la eternidad--, al encontrarse en una tragedia, o en una comedia, o en una novela, o en una nívola si queréis, con un hombre, con nada menos que todo un hombre, o con una mujer, con nada menos que una mujer, se preguntan: "¿Pero de dónde habrá sacado este autor esto?" A lo que no cabe sino una respuesta, y es: "¡de ti, no!" Y como no lo ha sacado uno de él, del hombre cotidiano y crepuscular, es inútil presentárselo, porque no lo reconoce por hombre. Y es capaz de llamarle símbolo o alegoría.
Y ese sujeto cotidiano y aparencial, ese que huye de la tragedia, no es mi sueño de una sombra, que es como Píndaro llamó al hombre. A lo sumo será sombra de un sueño, que dijo el Tasso. Porque el que siendo sueño de una sombra y teniendo la conciencia de serlo sufra con ello y quiera serlo o quiera no serlo, será un personaje trágico y capaz de crear y de re-crear en sí mismo personajes trágicos--o comicos--, capaz de ser novelista; esto es: poeta y capaz de gustar de una novela, es decir, de un poema.
¿Está claro?
La lucha, por dar claridad a nuestras creaciones, es otra tragedia.
Y este prólogo es otra novela. Es la novela de mis novelas, desde Paz en la Guerra y Amor y Pedagogía y mis cuentos--que novelas son--y Niebla y Abel Sánchez --ésta acaso la más trágica de todas--, hasta las TRES NOVELAS EJEMPLARES que vas a leer, lector. Si este prólogo no te ha quitado la gana de leerlas.
¿Ves, lector, por qué las llamo ejemplares a estas novelas? ¡Y ojalá sirvan de ejemplo!
Sé que en España, hoy, el consumo de novelas lo hacen principalmente mujeres. ¡Es decir, mujeres, no!, sino señoras y señoritas. Y sé que estas señoras y señoritas se aficionan principalmente a leer aquellas novelas que les dan sus confesores o aquellas otras que se las prohíben; o sensiblerías que destilan mangla o pornografías que chorrean pus. Y no es que huyan de lo que les haga pensar; huyen de lo que les haga conmoverse. Con comnoción que no sea la que acaba en... ¡Bueno, más vale callarlo!
Esas señoras y señoritas se extasían, o ante un traje montado sobre un maniquí, si el traje es de moda, o ante el desvestido o semidesnudo; pero el desnudo franco y noble les repugna. Sobre todo el desnudo del alma.
¡Y así anda nuestra literatura novelesca!
Literatura... sí, literatura. Y nada más que literatura. Lo cual es un género de subsistencia, sujeta a la ley de la oferta y la demanda, y a exportación e importación, y a registro de aduana y a tasa.
Allá van, en fin, lectores y lectoras, señores, señoras y señoritas, estas tres novelas ejemplares, que aunque sus agonistas tengan que vivir aislados y desconocidos, yo sé que vivirán. Tan seguro estoy de esto como de que viviré yo. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Dios sólo lo sabe...
jueves, 18 de marzo de 2010
domingo, 14 de marzo de 2010
viernes, 5 de marzo de 2010
Selección de Poemas de Antonio Machado
Poemas de
Antonio Machado
Selección del libro
Soledades (1903)
Poema VII
El limonero lánguido suspende
una pálida rama polvorienta,
sobre el encanto de la fuente limpia,
y allá en el fondo sueñan
los frutos de oro...
Es una tarde clara,
casi de primavera,
tibia tarde de marzo,
que el hálito de abril cercano lleva;
y estoy solo, en el patio silencioso,
buscando una ilusión cándida y vieja:
alguna sombra sobre el blanco muro,
algún recuerdo, en el pretil de piedra
de la fuente dormido, o, en el aire,
algún vagar de túnica ligera.
En el ambiente de la tarde flota
ese aroma de ausencia,
que dice al alma luminosa: nunca,
y al corazón: espera.
Ese aroma que evoca los fantasmas
de las fragancias vírgenes y muertas.
Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
casi de primavera,
tarde sin flores, cuando me traías
el buen perfume de la hierbabuena
y de la buena albahaca,
que tenía mi madre en sus macetas.
Que tú me viste hundir mis manos puras
en el agua serena,
para alcanzar los frutos encantados
que hoy en el fondo de la fuente sueñan...
Sí, te conozco, tarde alegre y clara,
casi de primavera.
Poema VI
Fue una clara tarde, triste y soñolienta
tarde de verano. La hiedra asomaba
al muro del parque, negra y polvorienta...
La fuente sonaba.
Rechinó en la vieja cancela mi llave;
con agrio ruido abrióse la puerta
de hierro mohoso y, al cerrarse, grave
golpeó el silencio de la tarde muerta.
En el solitario parque, la sonora
copla borbollante del agua cantora
me guió a la fuente. La fuente vertía
sobre el blanco mármol su monotonía.
La fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano,
un sueño lejano mi canto presente?
Fue una tarde lenta del lento verano.
Respondí a la fuente:
No recuerdo, hermana,
mas sé que tu copla presente es lejana.
Fue esta misma tarde: mi cristal vertía
como hoy sobre el mármol su monotonía.
¿Recuerdas, hermano?... Los mirtos talares,
que ves, sombreaban los claros cantares
que escuchas. Del rubio color de la llama,
el fruto maduro pendía en la rama,
lo mismo que ahora. ¿Recuerdas, hermano?
Fue esta misma tarde de verano.
-No sé qué me dice tu copla riente
de ensueños lejanos, hermana la fuente.
Yo sé que tu claro cristal de alegría
ya supo del árbol la fruta bermeja;
yo sé que es lejana la amargura mía
que sueña en la tarde de verano vieja.
Yo sé que tus bellos espejos cantores
copiaron antiguos delirios de amores:
mas cuéntame, fuente de lengua encantada,
cuéntame mi alegre leyenda olvidada.
-Yo no sé leyendas de antigua alegría,
sino historias viejas de melancolía.
Fue una clara tarde del lento verano
Tú venías solo con tu pena, hermano;
tus labios besaron mi linfa serena,
y en la clara tarde, dijeron tu pena.
Dijeron tu pena tus labios que ardían;
la sed que ahora tienen, entonces tenían.
-Adiós para siempre, la fuente sonora,
del parque dormido eterna cantora.
Adiós para siempre, tu monotonía,
fuente, es más amarga que la pena mía.
Rechinó en la vieja cancela mi llave;
con agrio ruido abrióse la puerta
de hierro mohoso y, al cerrarse, grave
sonó en el silencio de la tarde muerta.
--------------
En el entierro de un amigo
Tierra le dieron una tarde horrible
del mes de julio, bajo el sol de fuego.
A un paso de la abierta sepultura
había rosas de podridos pétalos,
entre geranios de áspera fragancia
y roja flor. El cielo
puro y azul. Corría
un aire fuerte y seco.
De los gruesos cordeles suspendido,
pesadamente, descender hicieron
el ataúd al fondo de la fosa
los dos sepultureros...
Y al reposar sonó con recio golpe,
solemne, en el silencio.
Un golpe de ataúd en tierra es algo
perfectamente serio.
Sobre la negra caja se rompían
los pesados terrones polvorientos
El aire se llevaba
de la honda fosa el blanquecino aliento.
-Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa,
larga paz a tus huesos...
Definitivamente,
duerme un sueño tranquilo y verdadero.
Orillas del Duero
Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.
Girando en torno a la torre y al caserón solitario,
ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,
de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.
Es una tibia mañana.
El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.
Pasados los verdes pinos,
casi azules, primavera
se ve brotar en los finos
chopos de la carretera
y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.
El campo parece, más que joven, adolescente.
Entre las hierbas alguna humilde flor ha nacido,
azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido,
y mística primavera!
¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
espuma de la montaña
ante la azul lejanía,
sol del día, claro día!
¡Hermosa tierra de España!
….
Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
-La tarde cayendo está-.
«En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.»
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se obscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
«Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada».
….
El viajero Está en la sala familiar, sombría, Hoy tiene ya las sienes plateadas, Deshójanse las copas otoñales
|
El rostro del hermano se ilumina ¿Lamentará la juventud perdida? ¿Sonríe al sol de oro Él ha visto las hojas otoñales, Y este dolor que añora o desconfía Serio retrato en la pared clarea
He andado muchos caminos, En todas partes he visto y pedantones al paño Mala gente que camina Y en todas partes he visto Nunca, si llegan a un sitio, y no conocen la prisa Son buenas gentes que viven,
|
Selección del libro
Campos de Castilla (1912)
Retrato
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—;
mas recibí la flecha que me asignó Cupido
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
A orillas del Duero
Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,
buscando los recodos de sombra, lentamente.
A trechos me paraba para enjugar mi frente
y dar algún respiro al pecho jadeante;
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia delante
y hacia la mano diestra vencido y apoyado
en un bastón, a guisa de pastoril cayado,
trepaba por los cerros que habitan las rapaces
aves de altura, hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego—.
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
Un buitre de anchas alas, con majestuoso vuelo
cruzaba solitario el puro azul del cielo.
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
y una redonda loma cual recamado escudo,
y cárdenos alcores sobre la parda tierra
—harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—,
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de un arquero
en torno a Soria. —Soria es una barbacana
hacia Aragón que tiene la torre castellana—.
Veía el horizonte cerrado por colinas
oscuras, coronadas de robles y de encinas;
desnudos peñascales, algún humilde prado
donde el merino pace y el toro arrodillado
sobre la hierba rumia, las márgenes del río
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío
y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—,
cruzar el largo puente y bajo las arcadas
de piedra ensombrecerse las agujas plateadas
del Duero.
El Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla.
¡Oh tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aún van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
La madre en otro tiempo fecunda en capitanes
madrastra es apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un día,
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
ufano de su nueva fortuna y su opulencia,
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;
o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,
pedía la conquista de los inmensos ríos
indianos. a la corte; la madre de soldados,
guerreros y adalides que han de tornar cargados
de plata y oro a España, en regios galeones,
para la presa, cuervos; para la lid, leones.
Filósofos nutridos de sopa de convento
contemplan impasibles el amplio firmamento;
y si les llega en sueños, como un rumor distante,
clamor de mercaderes de muelles de Levante,
no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?
Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.
Castilla miserable, ayer dominadora;
envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora.
El sol va declinando. De la ciudad lejana
me llega un armonioso tañido de campana
—ya irán a su rosario las enlutadas viejas—.
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
de nuevo, ¡tan curiosas! ... Los campos se oscurecen.
Hacia el camino blanco está el mesón abierto
al campo ensombrecido y al pedregal desierto.
Orillas del Duero
¡Primavera soriana, primavera
humilde, como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de cansancio en un páramo infinito!
¡Campillo amarillento,
como tosco sayal de campesina,
pradera de velludo polvoriento
donde pace la escuálida merina!
¡Aquellos diminutos pegujales
de tierra dura y fría,
donde apuntan centenos y trigales
que el pan moreno nos darán un día!
Y otra vez roca y roca, pedregales
desnudos y pelados serrijones,
la tierra de las águilas caudales,
malezas y jarales,
hierbas monteses, zarzas y cambrones.
¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!
¡Castilla, tus decrépitas ciudades!
¡La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades!
¡Castilla varonil, adusta tierra;
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte!
Era una tarde, cuando el campo huía
del sol, y en el asombro del planeta,
como un globo morado aparecía
la hermosa luna, amada del poeta.
En el cárdeno cielo vïoleta
alguna clara estrella fulguraba.
El aire ensombrecido
oreaba mis sienes y acercaba
el murmullo del agua hasta mi oído.
Entre cerros de plomo y de ceniza
manchados de roídos encanares,
y entre calvas roquedas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río,
que surca de Castilla el yermo frío.
¡Oh Duero, tu agua corre
y correrá mientras las nieves blancas
de enero el sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas;
mientras tengan las sierras su turbante
de nieve y de tormenta,
y brille el olifante
del sol, tras de la nube cenicienta!...
¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?
A un olmo seco
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas, de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
Recuerdos
¡Oh Soria! , cuando miro los frescos naranjales
cargados de perfume, y el campo enverdecido,
abiertos los jazmines, maduros los trigales,
azules las montañas y el olivar florido;
Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles;
y al sol de abril los huertos colmados de azucenas,
y los enjambres de oro, para libar sus mieles
dispersos en los campos, huir de sus colmenas;
yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares,
barriendo el cierzo helado tu campo empedernido;
y en sierras agrias sueño— ¡Urbión, sobre pinares!
¡Moncayo blanco, al cielo aragonés erguido!—.
Y pienso: Primavera, como un escalofrío
irá a cruzar el alto solar del romancero,
ya verdearán de chopos las márgenes del río.
¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero?
Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas,
y la roqueda parda más de un zarzal en flor;
ya los rebaños blancos, por entre grises peñas,
hacia los altos prados conducirá el pastor.
¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas
que vais al joven Duero, zagales y merinos,
con rumbo hacia las altas praderas numantinas,
por las cañadas hondas y al sol de los caminos;
hayedos y pinares que cruza el ágil ciervo;
montañas, serrijones, lomazos, parameras,
en donde reina el águila, por donde busca el cuervo
su infecto expoliario; menudas sementeras
cual sayos cenicientos; casetas y majadas
entre desnuda roca; arroyos y hontanares
donde a la tarde beben las yuntas fatigadas;
dispersos huertecillos, humildes abejares! ...
¡Adiós, tierra de Soria; adiós el alto llano
cercado de colinas y crestas miliares,
alcores y roquedas del yermo castellano,
fantasmas de robledos y sombras de encinares!
En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.
Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,
por los floridos valles, mi corazón te lleva.
En el tren, abril de 1912
…..
Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.
…..
En estos campos de la tierra mía,
y extranjero en los campos de mi tierra
—yo tuve patria donde corre el Duero
por entre grises peñas
y fantasmas de viejos entinares,
allá en Castilla, mística y guerrera;
Castilla la gentil, humilde y brava;
Castilla del desdén y de la fuerza—,
en estos campos de mi Andalucía,
¡oh tierra en que nací! , cantar quisiera.
Tengo recuerdos de mi infancia, tengo
imágenes de luz y de palmeras,
y en una gloria de oro,
de lueñes campanarios con cigüeñas,
de ciudades con calles sin mujeres,
bajo un cielo de añil, plazas desiertas
donde crecen naranjos encendidos
con sus frutas redondas y bermejas;
y en un huerto sombrío, el limonero
de ramas polvorientas
y pálidos limones amarillos,
que el agua clara de la fuente espeja,
un aroma de nardos y claveles
y un fuerte olor de albahaca y hierbabuena;
imágenes de grises olivares
bajo un tórrido sol que aturde y ciega,
y azules y dispersas serranías
con arreboles de una tarde inmensa;
mas falta el hilo que el recuerdo anuda
al corazón, el ancla en su ribera,
o estas memorias no son alma. Tienen,
en sus abigarradas vestimentas,
señal de ser despojos del recuerdo,
la carga bruta que el recuerdo lleva.
Un día tornarán, con luz del fondo ungidos,
los cuerpos virginales a la orilla vieja.
Lora del Río, 4 de Abril de 1913.
A José María Palacio
Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aun las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entre las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...
Baeza, 29 de Abril de 1913
Del pasado efímero
Este hombre del casino provinciano
que vio a Carancha recibir un día,
tiene mustia la tez, el pelo cano,
ojos velados de melancolía;
bajo el bigote gris, labios de hastío,
y una triste expresión que no es tristeza,
sino algo más o menos: el vacío
del mundo en la oquedad de su cabeza.
Aun luce de corinto terciopelo
chaqueta y pantalón abotinado,
y un cordobés color de caramelo,
pulido y torneado.
Tres veces heredó; tres ha perdido
al monte su caudal; dos ha enviudado.
Sólo se anima ante el azar prohibido,
sobre el verde tapete reclinado,
o al evocar la tarde un torero,
o la suerte un tahúr, o si alguna cuenta
la hazaña de un gallardo bandolero,
o la proeza de un matón, sangrienta.
Bosteza de política banales
dicterios al Gobierno reaccionario,
y augura que vendrán los liberales,
cual torna la cigüeña al campanario.
Un poco labrador, del cielo aguarda
y al cielo teme; alguna vez suspira,
pensando en su olivar, y al cielo mira
con ojo inquieto, si la lluvia tarda.
Lo demás, taciturno, hipocondríaco,
prisionero en
le aburre; sólo el humo del tabaco
simula algunas sombras en su frente.
Este hombre no es de ayer ni es de mañana,
sino de nunca; de la cepa hispana
no es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido,
esa que hoy tiene la cabeza cana.
El mañana efímero
A Roberto Castrovido
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y de alma quieta,
ha de tener su mármol y su día,
su inefable mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.
Serán un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero:
a la moda de Francia, realista;
un poco al uso de París, pagano,
y al estilo de España, especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste
cuando se digna usar de la cabeza,
aun tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostòlicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero.
El vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.
1913